Los buitres merodean en la arena, entre escombros de las últimas casas destruidas por el mar. Atafona, un balneario apacible al norte de Rio de Janeiro, sufre una erosión crónica agudizada por el calentamiento que la transformó en un paisaje apocalíptico.
Debido a una combinación de factores naturales y humanos, el mar avanza hasta seis metros por año y ya ha sumergido más de 500 casas en una franja de 2 km. Una de las próximas será la del empresario Joao Waked Peixoto.
Caminando junto a un revoltijo de vigas y azulejos, Waked Peixoto muestra cómo sucumbió la última vivienda que separaba la suya del mar: resta apenas el fondo de un cuarto azul en el que fragmentos de revistas, una bicicleta y otras señales de vida reciente son sacudidas por el viento.
En el área de riesgo, siguen en pie solo 180 casas con 302 habitantes.
«¿Cuándo tendremos que salir nosotros? Es una incógnita, el mar avanzó de tres a cuatro metros en 15 días, nuestro muro puede no estar aquí la próxima semana», cuenta a la AFP Waked Peixoto, que se mudó a Atafona junto a su familia durante la pandemia.
Como muchos residentes de Campos dos Goytacazes, una próspera ciudad al norte de Rio de Janeiro que recibe regalías del petróleo, su abuelo construyó en la cercana Atafona su casa de veraneo: un refugio de ambientes amplios con jardín.
«Será una pena perder esta casa, que guarda los recuerdos de mi familia entera, mis padres, hermanas… todos veníamos aquí», lamenta Waked Peixoto.
Pero será inevitable.
Erosión extrema y crónica
La erosión extrema, que coloca a Atafona entre el 4% del litoral mundial donde el mar consume más de cinco metros por año, se ha agudizado ahora por el cambio climático, con la «subida del nivel del mar» a largo plazo y «a corto y medio plazo con las resacas excepcionales y los periodos prolongados de lluvias y sequías», explica el geólogo Eduardo Bulhoes, de la Universidad Federal Fluminense.
Pero el balneario sufre un «problema crónico» desde hace décadas.
«El uso que el hombre hizo del río Paraíba do Sul [uno de los principales del sudeste de Brasil] en los últimos 40 años redujo drásticamente el volumen de sus aguas y su capacidad de transportar arena hacia la desembocadura», en Atafona, explica Bulhoes, enumerando actividades como la minería y los desvíos para la agricultura.
Con este «déficit» de sedimentos, la playa no se reabastece naturalmente y va cediendo ante el avance del mar.
A ello se suma la construcción de casas en la costa, que elimina la primera línea de defensa natural: las dunas de arena y la vegetación.
Sin esa protección, el mar fue mordiendo la superficie, dejando un cementerio sumergido de escombros y estructuras que tornó peligroso cualquier chapuzón y ahuyentó a los turistas.
La reducción del caudal del río ha afectado también a los pescadores.
«Los barcos grandes ya no pasan por el delta del río (…) y el dinero se va», dice a la AFP Elialdo Bastos Meirelles, que preside una colonia de pescadores de unos 600 miembros.
«El río está muerto», asegura.
Irse o esperar
Al menos tres propuestas fueron presentadas a la Alcaldía para frenar la erosión, que incluyen la construcción de escolleras o diques rompeolas para disminuir la fuerza del mar y la recuperación artificial de la playa transportando arena desde el fondo del delta del río.
Esta última, formulada por Bulhoes, se inspira en modelos de países como Holanda, España o Estados Unidos y se propone «construir junto con la naturaleza, utilizando su fuerza para recomponer el sistema de la playa».
Pero por ahora no ha salido nada del papel.
La Alcaldía de Sao Joao da Barra al que pertenece Atafona, paga un alquiler social de 1.200 reales (USD 230) a más de 40 familias desalojadas.
Pero afirma que cualquier plan depende de la aprobación de órganos ambientales y que «hasta ahora» no hay ningún proyecto con una solución definitiva, dijo a la AFP el subsecretario de Medio Ambiente del municipio, Alex Ramos.
Otros sostienen que falta voluntad política.
«Escuchamos promesas (…) Pero es una ciudad abandonada, un apocalipsis, dan ganas de llorar», clama Verónica Vieira, presidenta de la asociación de vecinos SOS Atafona.
Entre quienes todavía guardan esperanzas, está la jubilada Sonia Ferreira, 77, dueña de una imponente casa de dos pisos, que debió abandonar cuando el agua empezó a carcomer su muro trasero, en 2019.
Viuda, se mudó a un apartamento minúsculo que construyó en su propio terreno, a la espera de una solución. Cuando llegue, «pintaré la casa de nuevo y volveré a vivir aquí», sentencia.
Por: Agencia