Un ruido similar al que hace un avión al despegar anuncia al viajero que llegó de Monagas, una zona donde los lugareños viven con los oídos taponados y se comunican a gritos. Pero no hay aeropuerto. El estruendo procede de unos gigantescos quemadores que emanan gases y un fuego asfixiante que jamás se apaga.
Los habitantes de las comunidades rurales de Musipán, Santa Bárbara y Tejero deben vivir con el «bullarrango» -palabra con la que se refieren al sonido generado por los quemadores, más conocidos como «mechurrios»- que rodean esta zona petrolera, donde el calor, consecuencia de las llamas constantes, es insoportable.
Las paredes, los suelos, los árboles y hasta las prendas de vestir que los vecinos cuelgan en sus patios se manchan con pequeñas pintas negras y grises. Son las gotas de petróleo y restos de la humareda generada por estos «mechurrios» en los días de mayor intensidad de la emisión de gases, esos en los que la lluvia parece ácida y una densa capa de humo gris toma las calles.
«Es horrible vivir en Musipán con esta bulla que atormenta, le aturde a uno los oídos, el corazón. De verdad que estoy cansada ya de ese bullarango de ese mechuzo. Enferma a los niños, a las personas adultas. De verdad que no soportamos esta bulla», cuenta a EFE desesperada Emely Acevedo, una residente de Musipán, pueblo cercano al Gasoducto Muscar, de Petróleos de Venezuela (PDVSA).
Rodeados
Alrededor de una treintena de antorchas gigantes instaladas en los campos de la petrolera venezolana rodean estos poblados ubicados en Monagas, estado donde, según datos de la empresa Gas Energy Latinoamérica, en el año 2019 se quemaban 1.700 millones de pies cúbicos de fluido de los 2.000 diarios incinerados en todo el país.
«Mechurrios» o «mechuzos» es como llaman en la zona a estos quemadores de líquidos inflamables y gases no tratados -y, por tanto, desechados- que se instalan en campos petroleros para proteger las plantas de producción.
En las comunidades que los albergan, las grandes lenguas de fuego vertical hacen que los atardeceres se tornen rojos y anaranjados, lo que provoca que no sea necesaria la luz eléctrica para alumbrar los espacios exteriores, puesto que las llamas lo iluminan todo.
Y aunque para los visitantes podría ser un espectáculo del que se disfruta una vez en la vida o de manera esporádica, los residentes llevan más de dos décadas lidiando con el ruido y la contaminación que generan los quemadores las 24 horas del día, todos los días del año, y cuyos efectos se han incrementado desde hace más de un lustro.
Carol Guaipo tiene 43 años, todos viviendo en Musipán, y recuerda que la primera vez que salió de la población extrañó el ruido de «mechurrios».
La mujer contó a EFE que su madre, que es fundadora de esta comunidad rural, solo escucha cuando le hablan a gritos.
«Ya como que estamos prácticamente acostumbrados al ruido porque es, como quien dice, lo que nos quedó, acostumbrarnos a eso (…) Muchos se han ido por eso. Ha habido muchas enfermedades aquí, de hecho hay personas que están con la piel manchada, en la cara o en los brazos y para mí puede ser eso, porque son unos químicos muy fuertes», relató Guaipo.
Expuestos
La única doctora en la población de Musipán, Lisbeth Suárez, coincide con Guaipo al describir que los principales males que aquejan a esta población son el asma y otras enfermedades de las vías respiratorias, así como las que afectan el oído, la hipertensión arterial y diferentes grados de ansiedad.
«La gente se altera, no escucha bien, hay mucho vértigo, es una enfermedad producida por el oído, y la gente anda como ida por el ruido, de mal humor, mucha cefalea (…) es el ruido, el ruido afecta», dijo Suárez a Efe.
La doctora, que vive un poco más alejada que la mayoría de vecinos, no limita los problemas generados por estos quemadores al ruido que generan, sino que menciona también la contaminación constante, los gases y las altas temperaturas que se perciben.
«A pesar de que estamos lejos, se escucha como que está aquí mismo. Se nos caen los cuadros, las paredes se abren, a veces explotan los bloques (…) se aflojan los ganchos del techo, las ventanas, las puertas se aflojan, la vibración es muy grande. No vivimos muy bien», detalló.
Los residentes de zonas cercanas y más pobladas que Musipán, como Tejero o Santa Bárbara viven situaciones similares, aunque más acentuadas cuanto mayor es la cercanía.
La familia Pellicer, que vive en la comunidad de Santa Bárbara, tiene que apiñar cartón y trapos en los bordes de sus ventanas y puertas para evitar que los cristales retumben por el ruido y las vibraciones que producen los «mechurrios».
Ya no se visten de blanco para evitar que se manché su ropa, y ni siquiera pueden comer un mango del árbol plantado frente a su casa, pues las pintas negras en la fruta son el sello inevitable de la contaminación que les impide vivir con normalidad.
Por: Agencia