Las fotos la muestran radiante. Con un vestido negro largo, al cuerpo y escotado, regalo de su amigo, el diseñador marroquí Jacques Azagury, que recuerda a aquel “de la venganza” que había usado tres años antes, el día que Carlos admitió por televisión su infidelidad con Camilla Parker-Bowles en un intento por contar su versión de la historia y ganar algo de simpatía frente a la arrolladora popularidad de la madre de sus hijos.
Pero el 1 de julio de 1997 la princesa Diana no parecía interesada en ninguna revancha que no fuera propia. Tal vez eso por eso había elegido ir de negro, un color prohibido en la realeza británica que ahora ya no significaba una transgresión tan grande. Tras oficializar su divorcio, menos de un año antes, sólo buscaba disfrutar de su libertad, del amor, de su trabajo en obras benéficas y del cariño del pueblo para el que no había dejado de ser la “Reina de Corazones”. Su último cumpleaños no fue la excepción: Lady Di celebró sus 36 en una gala de caridad en su honor por el centenario de la galería Tate de Londres, pero se detuvo especialmente para saludar a los admiradores que la esperaban en la puerta.
De acuerdo con la biografía The Diana Chronicles (2007), de Tina Brown, esa noche la princesa recibió antes de entrar a la fiesta decenas de tarjetas de felicitaciones, globos y noventa ramos de flores. A solo dos meses del trágico accidente en el que perdería la vida, su popularidad estaba intacta y muchos de sus fans se alegraban de verla, finalmente, feliz.
Era como si la vida le hubiera dado una segunda oportunidad a la chica que el mundo había visto protagonizar “la boda del siglo” en 1981 cuando era una maestra jardinera adolescente y virginal enamorada del heredero de la corona, para ser testigo de su tristeza por el desamor de su marido apenas once años después.
En 1992, Andrew Morton había publicado la biografía autorizada Diana: Her True Story, que fue una bisagra porque nunca antes un miembro de la familia real había hablado con tanta crudeza de su intimidad, y también porque confirmaba en primera persona las desgracias de su matrimonio. En las grabaciones de Morton, que forman parte del documental Diana: In her own words (2017), se puede escuchar a la propia Lady Di contar que sus sospechas de que su marido y Camilla todavía eran amantes comenzaron antes del casamiento y que hasta quiso cancelarlo, pero sus hermanas la convencieron de que siguiera adelante.
Lo que muestra la serie The Crown no está tan alejado de la ficción. En 1989, la princesa enfrentó a Parker-Bowles en una fiesta. En las grabaciones, relata: “Le dije, ‘Yo sé lo que pasa entre vos y Carlos, y solo quiero que sepas eso’. Me dijo: ‘Tenés todo lo que siempre quisiste. Todos los hombres del mundo están enamorados de vos y tenés dos hijos divinos, ¿qué más querés?’ Y yo le dije: ‘Lo que quiero es a mi marido’”.
Eventualmente, Diana le encontró algo de sentido al consejo condescendiente de la amante de su marido: Carlos no le prestaba atención, pero para el resto de los hombres era irresistible.
“Era profundamente insegura y estaba en una permanente búsqueda de amor. Eso dominó su vida”, dice una de sus biógrafas, Kate Snell. En 1986, con su matrimonio hecho pedazos, tuvo su primer romance con el instructor de equitación James Hewitt, que duró cinco años. También tuvo affaires con el galerista Oliver Hoare, con el rugbier Will Carling y con el vendedor de autos James Gilby, con el que más tarde se filtraron encendidas conversaciones telefónicas. Lo mismo ocurrió con una charla íntima entre Carlos y Camilla, en la que el príncipe le decía que deseaba “vivir en su bombacha”. Cuando se filtró a la prensa en 1993, poco después de que Diana y Carlos anunciaran su separación, la prensa lo bautizó como el “Camillagate”.
Después de aquello llegarían la admisión pública del príncipe sobre su relación con Camilla y el icónico vestidito negro de Christina Stambolian con el que Diana se presentó ese mismo día a la gala de Vanity Fair y no solo demostró que estaba de pie, sino que era capaz de robarse toda la atención del planeta. Y, en noviembre de 1995, una de sus frases más célebres, pronunciada ante 23 millones de británicos en una entrevista con la BBC: “Bueno, en este matrimonio éramos tres, así que estaba un poquito concurrido”. En esa charla también habló por primera vez en público sobre sus trastornos alimentarios y sobre su dolor por la infidelidad de su marido. Dijo que no creía que el padre de sus hijos tuviera lo necesario para adaptarse a la demandante tarea de ser rey, pero que no quería divorciarse. En el fondo, dice su biógrafa Sarah Bradford, “seguía considerando a Carlos como su esposo”.
Su suegra, sin embargo, tenía otra idea: los trapitos al sol del desavenido matrimonio de su hijo ya le habían hecho demasiado daño a la credibilidad de los Windsor. Fue Isabel II la que los instó a que se divorciaran cuanto antes para ponerle fin a las especulaciones de los tabloides y a las escandalosas revelaciones sobre la intimidad de la pareja que habían llevado incluso a que la opinión pública se cuestionara el sentido de la monarquía. El acuerdo se cerró el 28 de agosto de 1996: Diana retendría su título, seguiría involucrada en todas las decisiones relacionadas con sus hijos William y Harry que tenían entonces 13 y 11 años, respectivamente, y permanecería en el Palacio de Kensington, pero con oficinas en el Palacio de St. James, la residencia oficial de Carlos. Nunca sería Reina de Inglaterra, pero por primera vez era la soberana de su propia vida.
A fines de 1995 había conocido en el Hospital Royal Brompton de Londres al que muchos de sus biógrafos señalan como su gran amor, el cirujano cardiovascular paquistaní Hasnat Khan. No era deportista, no era buenmozo, no era rico, pero ella se enamoró de él en cuanto lo vio. Lo que dicen que le atraía de él era, precisamente, que fuera alguien normal: trabajaba 90 horas a la semana, le gustaban la cerveza y el jazz, y vivía en un modesto dos ambientes donde Diana ordenaba y lavaba los platos como cualquier plebeya.
A veces, cuando salía del hospital, llegaba a visitarla a Kensington con una orden para dos de Kentucky Fried Chicken. Para ella, todo eso era un mundo desconocido. Fantaseaban con casarse y tener hijos, y Diana estaba dispuesta a mudarse con él Pakistán para huir del acoso de la prensa, del que él renegaba. Durante los dos años que estuvieron juntos, intercaló varios de sus viajes humanitarios para ir con él y también sola a Islamabad, donde conoció a la familia de su novio y analizó seriamente la posibilidad de establecerse en su país natal.
Pero el cirujano no estaba listo para la presión de Diana ni la de los medios: temía que, por más que lo intentaran, fuera imposible tener una vida tranquila o criar hijos en paz. La princesa lo sabía el día de su cumpleaños, cuando aceptó la invitación del magnate egipcio Mohamed Al Fayed para pasar unos días en su casa de St. Tropez con William y Harry. Y de todos modos, pasó esa noche con Khan y también la del 10 de julio, antes de partir con sus hijos a la costa francesa.
“Te vas a sorprender mucho con lo próximo que haga”, le dijo desde la villa marítima del dueño de Harrods a su novio, según contaría después él a la policía que investigaba la muerte de la princesa. Durante ese último verano, Diana le había dicho a una amiga: “Hasnat es la única persona que jamás me va a vender a la prensa”. No estaba equivocada. Incluso después del accidente, el médico siempre se negó a hablar con los medios sobre su relación. Solo es posible reconstruirla a partir de sus declaraciones a los investigadores y los relatos de los amigos y colaboradores de la princesa.
La sorpresa de la que hablaba Lady Di, se supone, era la llegada de Dodi, el hijo playboy de Al Fayed, que estaba en París con su novia, la modelo Kelly Fisher, y a quien su padre llamó para que “entretuviera” a su invitada. Según la biografía de Tina Brown, el patriarca había comprado el velero Jonikal, de US$30 millones, especialmente para impresionarla; las primeras imágenes por las que los relacionaron fueron las de Diana y sus hijos navegando con los Al Fayed por el Mediterráneo. Pero esas fotos no aclaraban que Fisher estaba en otro barco. Tampoco quién era, de acuerdo con los que mejor conocían a la princesa, el verdadero destinatario de la sorpresa: Hasnat Khan. Esperaba que los celos lo hicieran reaccionar.
La muerte de Gianni Versace interrumpió sus vacaciones. Diana voló a Milán para el funeral del diseñador el 22 de julio, y volvió a encontrarse con Dodi en París por un fin de semana. Una semana después vio a Khan por última vez. Le dijo que se había terminado, y le contó que estaba saliendo con alguien. El cirujano recordó ante la policía haberle dicho que eso era “la muerte para ella, porque estaba seguro de que era alguien relacionado con Al Fayed, y eso era lo que sentía que podía pasarle a cualquiera que se involucrara con un grupo de esa reputación”.
Los íntimos de Diana insisten, las teorías que en su momento deslizó Mohamed sobre la supuesta conspiración para asesinar a su hijo y a la princesa porque iban a casarse o, más, porque ella estaba embarazada y era inaceptable que la madre del futuro rey de Inglaterra tuviera un marido o un hijo musulmán, no podrían ser más descabelladas. Diana pasó la primera semana de agosto en el Jonikal con Dodi Al Fayed, pero algunos dicen que, como mucho, solo fue una aventura de verano. Otros, que su única intención era convencer al hombre que amaba de su error mostrándole que podía perderla. Algo que cobra sentido con las revelaciones del paparazzo italiano Mario Brenna, que aseguró que fue la propia princesa la que le dio el dato, y hasta una propina, por capturarla en el velero de su novio en las fotos que darían la vuelta al mundo para confirmar el romance.
En el Daily Mail el periodista Richard Kay –con llegada directa a la princesa– daría la noticia con la información de una fuente muy cercana a quien Diana le había dicho que quería “tener una vida, una vida de verdad: está harta de las intrigas. ¿Por qué no puede tener un hombre de verdad en su vida, alguien que la gente conozca?”. Una vez más –señalan los amigos consultados por Sally Bedell en Diana in Search of Herself–, el mensaje tenía un claro destinatario: Hasnat Khan.
La princesa hizo un último viaje humanitario a Bosnia por su campaña contra las minas antipersonales. De ahí, sin escalas a un crucero con su amiga Rosa Monckton. Le dijo que sabía que Dodi le iba a dar un anillo y que pensaba usarlo, y al mismo tiempo, que no tenía intenciones de renunciar a Hasnat, de quien hablaron mucho más que del heredero egipcio. “La quería de verdad y era un tipo decente al que no le gustaba la publicidad”. Dicen que trató de llamarla la noche del 30 agosto, pero Diana había cambiado su teléfono.
Hacía exactamente un año de su divorcio de Carlos. Se había reencontrado en el Jonikal con Dodi para un último viaje a la vista de los teleobjetivos del mundo, y ahora estaban en el Ritz de París, también propiedad de los Al Fayed. Habían almorzado en la suite imperial (una réplica de la cámara real de María Antonieta) y los dos habían salido por la tarde: ella a comprar un regalo para el cumpleaños de Harry (el 15 de septiembre) y a la peluquería; él a buscar el anillo de compromiso que le había encargado al joyero Alberto Repossi. Ambos se encontraron con una barrera infranqueable de paparazzi.
A las siete salieron en un Mercedes Benz 600 por la puerta trasera del hotel. La idea era comer en Chez Benoit y después ir al piso de Dodi donde todo estaba preparado para una noche romántica. Pero fueron emboscados por una horda de fotógrafos a los gritos. “La princesa tuvo miedo. Se sintió atrapada y en peligro”, declaró luego el chofer. Uno les gritó: “¡Si no nos dejan trabajar le vamos a decir a todo el mundo que Diana y los Fayed son una basura!”.
En la puerta del restaurante, los paparazzi los acosaron sin piedad. Con el auto rodeado, Dodi canceló la reserva y decidieron volver al Ritz. Llegaron a las diez menos cuarto. Los fotógrafos y los curiosos bloqueaban el auto, las puertas no abrían. La situación se había ido de las manos. Fayed insultó a los guardaespaldas: “¿¡Por qué no llamaron a los agentes de Seguridad!? ¿¡Quieren que nos maten!?”.
Se sentaron a comer en L’Espadon, uno de los restaurantes del hotel, pero terminaron por pedir que les llevaran el servicio a la suite. Afuera quedaban 30 fotógrafos y no menos de 100 curiosos cuando decidieron salir otra vez, con otro plan: ir en dos Mercedes Benz y usar uno como señuelo y, el otro, para ellos. Al volante, Henri Paul. Atrás, Diana, Dodi, y el guardaespaldas Trevor Rees-Jones. Siguiéndolos, los paparazzi, ávidos de fotos.
A casi 190 kilómetros por hora, 23 minutos después de la medianoche, el chofer perdió el control del Mercedes en el Puente del Alma. Nunca bajó la velocidad al cambiar de carril y estrellarse contra la columna número 13. Al Fayed y Paul murieron en el acto. Solo Rees-Jones sobrevivió, aunque con múltiples traumatismos. La ambulancia llegó demasiado tarde para salvar a Diana, que fue atendida una hora y media después en el Hospital Pitié-Salpêtrière con un cuadro irreversible por el que murió a las 4 de la mañana del 31 de agosto, aunque el anuncio se haría recién a las 6. Un bombero que la asistió en el lugar dijo que, antes de perder la conciencia, llegó a decir: “Dios mío, ¿qué pasó?”. Solo atinó a darle oxígeno y la mano.
Las investigaciones posteriores indicarían que, de haber llevado el cinturón de seguridad, tal vez Diana hoy estaría festejando sus 60 años junto a sus hijos y sus nietos. En el libro Unnatural Causes (2019), el médico Richard Sheperd asegura que como era más liviana que sus acompañantes y viajaba atrás de Rees-Jones, que llevaba cinturón, “solo se rompió unos pocos huesos y sufrió una herida pequeña en el pecho”. Sin embargo, fue fatal: “Esa herida suponía un pequeño rasguño en una vena de uno de sus pulmones”. Como estaba lúcida y no tan golpeada como los demás, “parecía estable. Y mientras todo el mundo estaba centrado en Rees-Jones, la vena de Diana estaba sangrando poco a poco en su pecho”.
En ese espacio de lucidez, ¿habrá pensado en sus hijos, en el amor que nunca pudo vivir como quiso, en todo lo que le quedaba por delante? Más de dos millones de personas acompañaron en las calles de Londres el paso del carruaje con sus restos durante el funeral de Estado el 6 de septiembre de 1997. Entre los presentes en la Abadía de Westminster, quebrado por el dolor detrás de unos anteojos oscuros, el cirujano Haslam Khan apenas si pudo hablar con algunos de los viejos amigos de la mujer que en la simpleza de su departamento de dos ambientes había encontrado por primera vez alguien en quien confiar.
Por Agencia