“Toda esta historia es totalmente cierta, excepto todas las partes que fueron totalmente inventadas”, se advierte con deliberada redundancia casi al principio de cada uno de los nueve capítulos de Inventing Anna (Inventando a Anna), la miniserie dirigida por Shonda Rhimes (Scandal, Anatomía de Grey) que cuenta el casi increíble periplo de estafas contra bancos, inversionistas, hoteles, financistas, marchands de arte y diseñadores de modas de Nueva York cometido por una inmigrante veinteañera que, sin nada que lo probara, se hizo pasar como heredera de una gran fortuna familiar.
Es una advertencia necesaria, porque una de las mayores dificultades que tuvieron la producción de la miniserie de Netflix -que hoy es éxito mundial- y la propia justicia norteamericana fue que los damnificados contaran cómo esa chica que se presentaba con el nombre de Anna Delvey y decía ser la heredera de un potentado alemán los había engañado, reseñó EFE.
Porque a nadie le gusta pasar por tonto y mucho menos si es una figura conocida que depende de su imagen para seguir pesando en ese pequeño gran mundo neoyorquino de ricos, famosos y poderosos.
Eso y la reticencia de la propia estafadora hicieron que fuera muy difícil reconstruir –y la miniserie, basada en un largo reportaje de la periodista de la revista New York Jessica Pressler desiste de hacerlo, por eso la advertencia– la verdadera historia de Anna Sorokin (a) Anna Devley, la joven nacida en Rusia y criada en Alemania que haciendo de sí misma una marca logró engañar a todos durante cuatro años.
Una heredera nacida de la nada
La joven que se presentaba como Anna Devley llegó desde Paris a Nueva York como pasante de la revista francesa de arte y moda Purple. Tenía 22 años y era el furgón de cola del grupo que ese medio había enviado para cubrir la Semana de la Moda.
Su empleo en realidad era una beca le daba un ingreso de 400 euros por mes, pero las características de la revista y los contactos de los periodistas a los que acompañaba le permitieron conocer a las más importantes figuras de la moda y el arte, el acceso a cócteles y desfiles, y la posibilidad de entablar relaciones. Tanto le gustó Nueva York que decidió quedarse en la corresponsalía de la revista.
Pero 400 euros no alcanzaban para nada en Nueva York y, además, Anna tenía grandes sueños y una enorme habilidad para construir un personaje que, junto con los primeros contactos que había hecho, le abrieron casi todas las puertas: la de una rica heredera, hija de un potentado alemán, poseedora de un fideicomiso de 60 millones de dólares al cual podría acceder cuando cumpliera 25 años.
Su sueño era crear un club exclusivo de arte contemporáneo, gastronomía e incluso hotelería que llamaría Fundación Anna Delvey (ADF), superior incluso al famoso Soho House. Incluso había elegido el lugar donde funcionaría: seis pisos de la histórica Church Missions House, un edificio emblemático en la esquina de Park Avenida y 22.
Se la veía siempre vestida con ropa de Prada, Balenciaga, Alaïa y otras casas de alta costura; llevaba carteras de Chanel y joyas de diseño. Comía en los restaurantes más caros y exclusivos, como Sadelle’s en Soho, Carbone, Mercer Kitchen o Butcher’s Daughter, donde siempre pagaba en efectivo
Para lograrlo necesitaba dinero –unos 40 millones de dólares y, decía, no iba a esperar a cumplir los 25 años, cuando cobraría el fideicomiso familiar, sino que lo haría con préstamos e inversiones.
Eso decía en las reuniones y exhibía en las redes sociales, que manejaba con enorme habilidad. Nadie dudaba de lo que contaba, porque llevaba y mostraba una vida acorde a la de una joven millonaria.
Lo realmente increíble era cómo lo conseguía.
La imagen de la riqueza
Se la veía siempre vestida con ropa de Prada, Balenciaga, Alaïa y otras casas de alta costura; llevaba carteras de Chanel y joyas de diseño. Comía en los restaurantes más caros y exclusivos, como Sadelle’s en Soho, Carbone, Mercer Kitchen o Butcher’s Daughter, donde siempre pagaba en efectivo.
Viajaba en aviones privados y vivía en los mejores hoteles, donde la atendían con el mayor esmero gracias a sus propinas de 100 dólares, que repartía como si el dinero se reprodujera dentro de su bolso.
Organizaba cenas en restaurantes caros, iba a los clubes neoyorquinos adecuados, y se hacía fotos para Instagram en las inauguraciones más destacadas. Con esa estrategia, creó y mantuvo una imagen pública que convenció a la gente indicada de que ella era realmente quien decía ser.
Ese era el punto de partida para su objetivo: conseguir 40 millones de dólares para la creación de su club.
De lo que quienes la rodeaban demoraron en darse cuenta fue la razón porque, en lugar de quedarse en un solo hotel, Anne Devley saltaba de un cinco estrellas a otro con llamativa frecuencia. Porque la joven heredera rara vez pagaba una cuenta y siempre se las ingeniaba para no entregar su tarjeta de crédito. Decía que pagaría mediante una transferencia que haría el jefe de la oficina familiar en Alemania, una transferencia que nunca llegaba.
Se las arregló para hacer esto en hoteles como The Standard (donde debía alrededor de 30.000 dólares), el 11 Howard (30.000), The Beekman (11.000 dólares) y The Mercer (10.000 dólares).
En ocasiones, para zafar de la situación, llamaba a sus amigos y solicitaba un préstamo en efectivo con la excusa de que la transferencia que esperaba se había demorado por diferentes razones. Con eso pagaba parte o toda la deuda de los hoteles y podía seguir unos días más con su farsa.
“Cuando sos súper rico, podés ser olvidadizo de esta manera. Tal vez por eso nadie pensó mucho en los casos en los que Anna hizo cosas que parecían extrañas para una persona rica: llamar a un amigo para que le pagara un taxi desde el aeropuerto con su tarjeta de crédito, o pedir dormir en el sofá de alguien, o mudarse al departamento de alguien con el acuerdo tácito de pagar el alquiler, y luego… no hacerlo. Tal vez tenía tanto dinero que simplemente se olvidaba”, contó uno de los tantos damnificados por sus prácticas.
En París y en Marrakesh
Con la metodología de las transferencias también hizo por lo menos dos viajes, a los que invitó a sus amigos. El primero fue a París, donde con dos de ellos – un diseñador de modas y un creativo empresario de Internet se alojó en el Hotel Du Louvre. La transferencia nunca llegó y sus 12 tarjetas de crédito fueron rechazadas a la hora de pagar. La cuenta, unos 35.000 dólares, la pagaron sus amigos. Prometió devolverles el dinero apenas le llegara la esperada transferencia. Todavía están esperando.
Anna en su viaje a Marruecos, donde invitó a una amiga al hotel más caro y no pagó nada: su compañera se hizo cargo de la cuenta de 62.000 dólares con la promesa de un giro que nunca llegó
En 2016 Anna invitó a Marrakech su amiga, la editora fotográfica de Vanity Fair Rachel Deloache Williams, a su personal trainer y a un camarógrafo que debía registrar todo el viaje. Se alojaron en el Mamounia, el hotel más exclusivo de la ciudad, en una suite con pileta propia que costaba 7.000 dólares la noche.
Cuando quisieron irse, la cuenta alcanzaba los 62.000 dólares y la transferencia prometida por Anna no llegaba.
Anna en uno de los hoteles cinco estrellas en donde vivió
Asegurándoles a sus amigos que devolvería el dinero, le pidió a Rachel que la ayudara dejando una de sus tarjetas la corporativa de Vanity Fair como garantía hasta que se solucionara el problema. Le aseguró que esto era solo una formalidad, porque finalmente pagaría ella. En el resumen de cuentas, todo había sido cargado a la tarjeta de Rachel.
Cuando se repasa la repetición de los hechos y que algunas de las víctimas fueron engañadas más de una vez por las maniobras de Anna, cuesta entender cómo lo lograba tan fácilmente.
La periodista Jessica Pressler que investigó a fondo el caso y entrevistó varias veces a Anna cuando ya estaba en la cárcel ensaya una explicación: Eso es parte de la fascinación con ella y con todas las historias de estafadores. Todos admiramos su confianza. Pueden entrar en cualquier situación y decir o hacer cosas que nosotros nunca haríamos.
La mayoría de las personas tienen el síndrome del fraude y ella básicamente tiene lo opuesto al síndrome del fraude. No sé si es problemático admirar eso. Creo que se puede admirar una buena calidad. Las personas tienen buenas y malas cualidades, y puedes admirar lo bueno siendo consciente de que alguien lo está llevando demasiado lejos, dice.
Los fraudes con la Fundación
Si la manera en que la joven que se hacía llamar Anne Delvey pudo engañar a sus “amigos” resulta sorprendente, mucho más cómo engañó a banqueros, inversores y agentes inmobiliarios de Nueva York, gente acostumbrada a olfatear una estafa debajo del agua.
Nuevamente fueron el estilo de vida, los modales de joven muy rica y la red de contactos construida a partir de ellos la herramienta que hizo que confiaran en ella, a lo que se sumaron un falso agente en Berlín con el que los inversores sólo hablaban por teléfono e intercambiaban correos, y una serie de documentos y avales falsificados con Photoshop.
La pieza más importante de la que se sirvió Anne fue Andy Lance, un abogado y prestigioso agente inmobiliario, que intermedió por ella con varias instituciones financieras entre ellas el City National Bank y el Fortress Investment Group- para obtener los 40 millones de dólares que la “joven visionaria”, como la llamaba, pudiera llevar adelante su proyecto de club exclusivo en el edificio de la Church Missions House.
“Nuestra cliente Anna Delvey está llevando a cabo una remodelación muy emocionante de 281 Park Avenue South, respaldada por un equipo destacado para este tipo de lugar y espacio”, escribió Lance en un correo electrónico que les dirigió a sus contactos en los bancos. Y agregaba: “Si bien sus activos, que son bastante sustanciales, están ubicados fuera de los EEUU., algunos de ellos en fideicomiso con UBS fuera de los EEUU”.
El dinero que le prestaran, aseguraban, “estará totalmente garantizado” por una carta de crédito del banco suizo.
Anna le pidió a Lance que arreglara todos los detalles y la entrega de documentación con el jefe de la oficina de su familia en Berlín, Peter W. Hennecke. Cuando Lance le pidió los estados de cuenta de Anna en Europa, Hennecke le respondió: “El dinero está, le enviaré los estados físicos el próximo lunes”.
Los estados físicos se demoraban, pero Lance no desconfió y presionó al National City un adelanto de 200.000 dólares que debía ser depositado en una cuenta neoyorquina de Anna. Aunque resulte difícil de creer, lo hicieron.
La documentación completa nunca llegó, a excepción de unos documentos que luego las pericias demostrarían que eran burdas falsificaciones, y Hennecke no volvió a dar señales de vida ni a responder las llamadas de Lance. “Murió hace unos días. Estamos decidiendo quién lo reemplazará”, le respondió Anna a Lance cuando se quejó por la falta de respuestas.
Para entonces, Anna ya había sacado los 200.000 dólares de su cuenta. Más tarde se sabría que Hannecke no existió: era la propia Anna la que hablaba por teléfono con Lance, utilizando un chip europeo y un deformador de voz.
Poco después, Anna dejó Nueva York y se refugió en California, dejando detrás un reguero de deudas y estafas, además de una pregunta sin respuesta: ¿Quién era realmente Anna Devley?
La verdadera Anna
Anna Devley era realmente Ana Sorokin, no era alemana sino rusa, y su padre no era un poderoso petrolero ni el dueño de un conglomerado de empresas sino un reparador de heladeras que vivía junto a su mujer y su hijo menor en un pequeño pueblo alemán.
Anna Sorokin nació en 1991 y es la hija mayor de una familia rusa sin recursos que emigró en 2007 a Alemania y se radicó en Eschweiler, una pequeña ciudad a unos 60 kilómetros de Colonia.
Allí, su padre había trabajado como camionero y luego como ejecutivo en una empresa de transporte hasta que se declaró insolvente en 2013, momento en el que abrió un negocio de calefacción y refrigeración especializado en dispositivos de bajo consumo. Su madre consiguió empleo como vendedora en una tienda. Además de Anna, tenían otro hijo, Iván, varios años menor.
Anna no encajaba en el nuevo país: tenía dificultades con el idioma y no toleraba ser discriminada por sus compañeros de colegio por ser pobre. Sus padres quisieron ayudarla y, con un enorme esfuerzo, pudo viajar a Londres para estudiar la carrera de Arte en la escuela Central Saint Martins, pero abandonó enseguida y se trasladó a París, donde había conseguido una plaza en prácticas para la revista de moda Purple. Fue ahí donde cambio de apellido y empezó a presentarse como Anna Delvey.
Esa era la verdadera “joven millonaria alemana” que llegó en 2013, con 22 años, a Nueva York.
La cárcel y la serie
Las correrías de Anna Sorokin/Anna Devley tuvieron el principio del fin en agosto de 2017 cuando fue acusada de robo y fraude por un total de 275.000 dólares.
Fue arrestada en Malibú el 3 de octubre de ese mismo año y fue condenada a una pena de entre 4 y 12 años de cárcel por estafa. Cumplió tres años de cárcel en Rikers y obtuvo la libertad condicional en febrero de 2021. Sin embargo, meses más tarde fue detenida por el Servicio de Inmigración norteamericano por tener la visa caducada. Al escribirse estas líneas, enfrenta un proceso de deportación.
A pesar de los traspiés, no le ha ido mal. El contrato que autorizó a Netflix a hacer una serie (protagonizada Julia Garner. la excelente actriz que interpreta a Ruth en Ozark) sobre su hazaña delictiva le reportó 350.000 dólares de adelanto, 200.000 de los cuales fueron retenidos para pagar sus estafas y otros 40.000 por honorarios de abogados. Aun así, le quedó dinero y participa de los derechos de la serie.
Las que no tienen consuelo son sus víctimas, ricas y famosas, que no pueden sacarse de encima el estigma de haber sido tomadas por tontas por una joven inmigrante que les hizo creer que era una heredera millonaria.
Por Agencia