En la mitología griega, Prometeo, un Dios de la raza titán con una reputación de un astuto embustero que se robó el fuego del Olimpo para entregárselo a la raza humana para llevarla a la modernidad y pudieran cocinar sus alimentos.
Además dicen las malas lenguas de la antigua Grecia que Prometeo convenció a Zeus y a los demás dioses del Olimpo que era mejor comerse los huesos y la grasa que la carnita de la parrilla celestial.
Cómo Zeus no era rencoroso, terminó amarrando a Prometeo a una piedra donde un águila degustaría su hígado crudo, que se reponía a diario como un sufrimiento perenne a Prometeo hasta que un día Hércules mató al águila.
Una quimera es un sueño o ilusión producto de la imaginación y los anhelos que nunca se harán realidad. Así es como las promesas se han convertido en el recurso más renovable de la sociedad venezolana.
Las promesas de nuestra trabajadora clase política deberían asociarse en algo así como una Organización de Exportadores de Productores de Promesas (OEPP).
Ya las promesas se cotizan en la bolsa, más bien en los bolsas que todavía las creen. Porque parodiando la lírica de Arjona hemos pasado de un país que era una promesa a la promesa como sustituto de nuestra actual pobreza petrolera.
Es cierto que las promesas no nos dan de comer, pero siempre podemos prometer que si lo harán algún día.
Eso sí, las promesas todavía siguen ganando elecciones en el mundo, especialmente en este continente.
Todos hemos vivido para escuchar las promesas más absurdas de la humanidad. Y eso va desde la promesa de un amor de estudiantes hasta los tiempos de abundancias de los Prometeos de esta gesta socialista en constante involución.
Ahora es que hay de sobra promesas para el futuro de nuestra capital mundial de la resiliencia.
Así vamos a llegar cómodos al 2024.
Se los prometo.
Por Amos Smith