Sabían que uno de los dos estaba destinado a sobrevivir al otro, pero ni eso ni el haber vivido un matrimonio de 73 años ha hecho que este trago sea menos amargo. Cuando el reloj marcaba las 14:44 en el Reino Unido, Isabel II ha cruzado la puerta del soberano para hacer su aparición en un Cuadrilátero que cortaba la respiración. Con una inmensa representación militar, cámaras cubriendo todo el perímetro y una procesión a punto de comenzar, la reina de Inglaterra se ha subido en el coche oficial para recibir el primer jarro de agua fría.
Tras ella, ya no ha llegado el duque de Edimburgo, el hombre del que se enamoró cuando tenía trece años y que cubría todos sus pasos. La presencia de la Reina era la señal para que sonara el Himno Nacional y así fue: la procesión estaba lista. Unos metros por delante iban sus cuatro hijos y tres de sus nietos, además estaba desplegado todo el ceremonial posible para un funeral que no ha sido de Estado, pero sí real. Sin embargo, bajo de toda esa pompa, lo que todos buscaban era su mirada, la de Isabel II, que vestida de negro veía pasar toda una vida y le decía adiós a su compañero, a su fuerza y a la roca de la familia Windsor.
La procesión arrancó con una cámara siguiendo con el máximo respeto los movimientos de la Reina. Durante la procesión, las cámaras han evitado hacer foco sobre ella, siempre centradas en seguir el paso de féretro, en ese sentido, se puede decir que la soberana ha vivido este delicado trayecto con cierta intimidad. Solo se le ha visto unos segundos, ajustándose la mascarilla. Todos quieren saber cómo está y ella rara vez lo muestra. La condesa de Wessex ya advirtió hace unos días que pensaba más en los demás que en ella misma, que se preocupaba, sobre todo, de que en este día se cumplieran las últimas voluntades de su marido. Por eso, entre otras cosas, la Reina avanzaban detrás de un sólido pero sencillo vehículo militar convertido en coche fúnebre bajo las directrices del Duque y no tras un majestuoso coche de caballos como el que se dispuso para el funeral de su madre, a la que también enterró durante una primavera en ese mismo lugar.
A la altura del Pórtico Galileo, situado en el extremo oeste de la capilla de San Jorge, el Bentley de la Reina se detuvo. Ella, igual que lo hacía su marido, siempre entra por esta puerta. Se bajó rapido, sin levantar la vista, sin cruzar ninguna mirada con nadie. Allí la recibió el Arzobispo de Canterbury, Justin Welby, y también el resto de miembros de la Familia Real. Entre ellos estaba su nieta mayor, Zara; el nieto pequeño, James; o la princesa Beatriz, en cuya boda –celebrada contra todo pronóstico el verano pasado- sus abuelos se volcaron. Mientras el Land Rover con los restos mortales del príncipe Felipe avanzaba hacía la Escalera Oeste, la Reina ocupaba su lugar en el Coro. Normalmente a su izquierda se hubiera sentado él y es que son estos detalles los que marcan cada segundo su ausencia.
El desgarrador silencio
Desde dentro de la capilla retumba el disparo que lanza la Tropa del Rey para dar anunciar el inicio del Minuto de Silencio Nacional. La cámara vuelve a buscar la mirada de la Reina, pero no la encuentra, ella sigue cabizbaja y sola, ya que por medidas de seguridad la Familia Real se había sentado espaciada. El silencio es desgarrador, ella sigue sin levantar la vista, consciente de que en cuestión de segundos el féretro llegará ante ella para reposar en el catafalco del Coro.
Por Agencia