Hoy, 7 de abril, es Viernes Santo y toda la Iglesia se une en duelo y espíritu penitencial para conmemorar la Pasión y Muerte del Señor.
La liturgia de hoy, en su riqueza, nos depara momentos intensos en los que podremos profundizar en el misterio del sacrificio de Cristo, reseña Aci Prensa.
En todo el mundo cristiano se llevan a cabo diversas expresiones de fe: se reza el Vía Crucis, se escucha el “Sermón de las Siete Palabras” -reflexión en torno a las palabras que Cristo dijo en la Cruz- y se realizan procesiones o actos públicos similares, presididos generalmente por la imagen de Cristo sufriente y de su Madre Dolorosa.
En Viernes Santo no se celebra la Santa Eucaristía ni ningún otro sacramento, a excepción, claro está, del Sacramento de la Reconciliación y la Unción de los Enfermos en caso de necesidad.
Un día para poner el corazón frente al Señor
En la tarde del Viernes Santo se realiza la Celebración de la Pasión del Señor, que conmemora los distintos momentos por los que tuvo que pasar el Salvador en las horas previas a su ejecución. Ese itinerario de dolor se recuerda paso a paso a través de la lectura de la Palabra, la Adoración de la Cruz y la Comunión Eucarística, consagrada el día previo, Jueves Santo.
Paralelamente, la Santa Madre Iglesia nos invita a acompañar a la Virgen María en sus sufrimientos de madre. Ella nunca abandonó a su Hijo y, a diferencia de la gran mayoría de discípulos, no huyó y permaneció a los pies de la Cruz.
Hacia el final de la Celebración de la Pasión, después de la Adoración de la Cruz, el Misal Romano contempla: «Según las condiciones del lugar o de las tradiciones populares y, según la conveniencia pastoral, puede cantarse el Stabat Mater, (…) o algún canto apropiado que recuerde el dolor de la Bienaventurada Virgen María» (VS, n. 20).
Por la noche, los fieles meditan el periplo de Jesucristo hacia el Calvario o Gólgota a través del Vía Crucis (el Camino de la Cruz). Luego, antes de acabar el día, en numerosos lugares se celebra “el Oficio de las Tinieblas” en el que se recuerda la oscuridad en la que cayó el mundo cuando muere el Redentor.
Dicha celebración, generalmente dentro del templo y en un ambiente de creciente oscuridad, concluye con un signo de esperanza -se enciende una vela sobre el altar- que recuerda que Jesús habrá de resucitar.
Todas estas formas de piedad dejan en evidencia que la Iglesia, como madre buena, provee de los medios necesarios para acercarnos a Dios y conocer mejor el misterio de su amor sacrificial, que es infinito. Nunca olvidemos que Cristo no se guardó nada para sí, que lo dio todo por nuestra salvación.
Nosotros, los fieles, debemos responder guardando silencio -externo e interno- o fomentando el espíritu reflexivo. Debemos unirnos al duelo por la muerte de Jesucristo, tal y como lo recordaba el P. Donato Jiménez, OAR: ”Debemos hacer propios los sentimientos de la Iglesia”. Contribuye enormemente en este propósito que guardemos abstinencia y hagamos ayuno.
Lo que está roto será unido y renovado
El P. Jimenez recuerda además que en Viernes Santo “celebramos la muerte de Jesús, quien ha muerto por cada uno de nosotros y por toda la humanidad para reconciliarnos con el Padre”. Es decir, estamos celebrando hoy el amor extremo, el amor divino, el único capaz de pagar el rescate más caro para salvarnos: la vida del Hijo.
Esto tiene tremendas implicancias para nuestra vida diaria: Por Cristo, las puertas que se habían cerrado por el pecado han sido abiertas de nuevo para nunca jamás cerrarse.
Es importante, entonces, interiorizar el hecho de que Jesús se entregó en la Cruz por cada uno, de manera personal, por mí, por tí y no de manera “masiva”. Existe la necesidad de comprender que la Cruz es un signo de victoria: por la Cruz “muere la muerte”, porque por ella muere el pecado y sus consecuencias; muere mi propia muerte. Se trata de la victoria más grande, sin importar que al mundo le sepa a fracaso.
Por: Agencia