Hoy, 8 de abril, es Sábado Santo, el día de la espera. El cuerpo inerte de Jesús ha sido colocado en el sepulcro y, no muy lejos de allí, María permanece en oración, acompañando a la Iglesia.
Un profundo silencio envuelve la tierra mientras Jesús desciende al abismo.
En el año 2010, el recientemente fallecido Papa Emérito Benedicto XVI se refería al Sábado Santo como “el día del ocultamiento de Dios” al comentar un antiguo texto de la tradición sobre las horas posteriores a la muerte del Reconciliador. Decía el Papa: «El Sábado Santo es el día del ocultamiento de Dios, como se lee en una antigua homilía [cuyo autor se desconoce]: “¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad, porque el Rey duerme (…). Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción a los infiernos” (Homilía sobre el Sábado Santo: PG 43, 439)».
Estas palabras evocan aquello que repetimos en el Credo cuando profesamos que Jesucristo “padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos”.
Creer que Cristo “descendió a los infiernos” tiene un profundo significado. El Señor ha llevado su amor a niveles impensables: por su muerte ha penetrado la soledad más absoluta en la lejanía más extrema. Desde aquel primer Sábado Santo de la historia sabemos que no hay nada que pueda escapar al amor de Dios; en la más profunda tiniebla ha brillado la Luz de Cristo.
María, Madre de la esperanza, nos enseña a confiar
En ese momento cuando Dios se ha retirado del mundo y todo es desolación, María sigue confiando en las promesas de su Hijo y conserva la esperanza en el interior. Si todos le han dado la espalda al Hijo o son presa del temor, Ella no, seguirá de pie, esperando en Él.
La Virgen se convierte, así, en “Madre de la espera paciente«. No hay duda de que su dolor es “inmenso como el mar”, pero tampoco hay espacio para dudar sobre su fe: la Virgen mantuvo viva la llama de la fe en medio de la tempestad.
El P. Juan José Paniagua, colaborador de ACI Prensa, en una de sus reflexiones sobre el Sábado Santo recordaba que muchos de los seguidores de Jesús -amigos, discípulos, apóstoles- se desilusionaron porque creían que él iba a ser el “Gran Mesías” de Israel: un guerrero que los liberara del dominio romano con puño de hierro y un ejército numeroso. Al ver que Cristo se dejó crucificar y murió, muchos quedaron tristes y desilusionados.
“Jesús fracasó, volvamos a nuestras tareas ordinarias”, pensarían los discípulos que iban camino de Emaús. Y es que en el grupo más cercano -a excepción de María, Juan y algunas mujeres- era presa del pánico y estaban escondidos. Aún más, incluso entre aquellas mujeres que estuvieron al pie de la Cruz se daba por muerto al Maestro. Ellas acudieron a embalsamar el cuerpo del Señor, algo que solo se hacía con la convicción de que todo había terminado; u olvidaron la promesa de la resurrección de Cristo, o, lo que sería peor, recordándola, no le dieron crédito.
¡Qué contraste con la Virgen! la única mujer que no se dejó abatir por el desaliento, que no dudo. ¡Bendita sea la Madre de Dios! Solo Ella se mantuvo firme.
Hoy es “el día del ocultamiento de Dios», es verdad, pero también es la “hora de María”, es la hora de la fe.
Bienaventurados los que creen sin haber visto
Quizás haya sido la falta de fe lo que explique por qué, cuando las mujeres encontraron el sepulcro vacío, “se llenaron de terror”. No entendían por qué no estaba el cuerpo de Jesús donde lo dejaron: al aparecer el ángel, una de ellas pregunta: “¿Adónde se han llevado al Señor?”. Sólo cuando ven a Cristo aparecer, creen.
María, en cambio, no fue al sepulcro porque conservaba intactas la fe y la esperanza. Ella sí había acogido la palabra de Dios en lo profundo del corazón, aferrándose a esta. No estaba desilusionada, ni asustada, ni desconfiaba. La Madre confió y esperó la resurrección del Hijo. ¡Bendita tú entre las mujeres!
Por: Agencia