Desde días atrás estaba rondando la zona, las inmediaciones del centro comercial Salitre. Iba en las tardes y caminaba de un lado a otro, como acechando. A veces cobraba por cuidar carros, otras vendía dulces, pero lo que realmente le interesaba era la pareja de venezolanos que se rebuscaba con galletas y chocolates. Los vigilaba. Ellos lo notaron, pero creyeron que era un vendedor ambulante más que buscaba un nuevo lugar para trabajar. No fue así.
El pasado 4 de marzo, finalmente se presentó. Tenía un cuchillo en la mano en forma de pico de loro y lo ocultaba detrás del antebrazo con gran habilidad. Oriana Maiz y Gabriel Sanabria, esposos, se alarmaron. Eran las tres de la tarde cuando se escuchó el primer grito ronco: “¿Qué hacen aquí?, ¡esto es Colombia!”.
A esta frase le siguió una serie de insultos xenófobos que hicieron sudar frío a la pareja. “No sé qué hacen aquí, venezolanos”. “Tranquilo”, trató de conciliar Gabriel. Esta respuesta pareció detonar la ira del delincuente: nariz chata, un metro con 65 centímetros, trigueño, chaqueta blanca y tapabocas desechable. Levantó el ‘pico’e loro’ –como le dicen en Venezuela a ese cuchillo– y los amenazó.
Oriana corrió, y Gabriel se interpuso, pero el agresor le cortó el pulgar, le deshizo los tendones y una cascada de sangre salió de su mano derecha. En el forcejeo se cayó, y fue presa fácil. El chato le enterró el cuchillo, una vez en la cara y otra en el brazo. Los gritos de Oriana alertaron al celador de un negocio de la zona. Dos policías llegaron para socorrer a la víctima. La decisión fue ir a la terminal de transporte, “allí debía haber una ambulancia”, pensó rápido Oriana. Encontraron ayuda y se llevaron al hombre herido a un centro médico. En el recorrido, por la ventana, ella vio huyendo al agresor. “Empecé a gritar ‘¡él es, que lo agarren, él fue el que nos quiso matar’ ”, narró.
Los policías, que iban escoltando la ambulancia en una patrulla, lo capturaron. Una vez en la clínica, los uniformados le pidieron a Oriana que interpusiera la denuncia, así que tuvo que dejar a su pareja en el hospital e irse con el hombre que los atacó, en el mismo carro de policía, hasta la URI La Granja.
Era muy tarde. La hija de Oriana y Gabriel los estaba esperando en casa, sola. Ahí permanecía, estudiando con el celular. Como a la 1 de la mañana del 5 de marzo, con su esposo en la clínica, con la ropa empapada de sangre, llegó a donde su pequeña, en un apartamento minúsculo en el barrio México, de Ciudad Bolívar.
A las 4:30 a. m., cuando abre TransMilenio, se dirigió al hospital. A Gabriel le habían limpiado las heridas y aplicado algunos medicamentos, pero había un problema: se le había vencido el permiso de permanencia. A Oriana le dijeron que tenía que ir a Migración Colombia y luego afiliarse a una EPS.
Barreras en salud
No era una tarea fácil, debía dedicarse a resolver los trámites, y dejar a un lado el trabajo. Una tragedia para quien vive del día a día. Pasó por oficinas de la Cancillería, de Migración. Habló con la EPS. Iban cinco días, y a su esposo no lo operaban. Estaba con las heridas abiertas.
Buscó apoyo en organizaciones de venezolanos. Cuando al fin logró la afiliación, cinco días después de los hechos, en el hospital le dijeron que no tenían convenio con la EPS.
“Me dijeron que buscáramos un hospital. O sea, que yo sacara a mi esposo a la avenida, agarrara un carro y lo llevara a otro lado. Imagínese, y en las condiciones en las que estaba él, era inhumano”, recuerda. Algunos medios se acercaron a su historia, y con la presión de organizaciones de migrantes se logró que a Gabriel lo operaran el martes 9 de marzo, seis días después de casi ser asesinado.
Según explicó Ronald Rodríguez, vocero e investigador del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario, este tipo de situaciones suelen presentarse por la condición de irregular de algunos migrantes. Y no solo en términos de salud, también en justicia, seguridad y trabajo.
“Un venezolano de manera irregular no tiene instrumentos para denunciar un evento que le haya afectado, porque de hacerlo puede quedar en la mira de las autoridades, los pueden expulsar o deportar. Por eso es tan importante lo que se va a hacer con el estatuto de migración del Gobierno Nacional, porque trata de igualar un poco la cancha”, analizó el experto.
Una vez Gabriel salió del centro médico, Oriana pidió ayuda para comprar una cama. Hizo una recolecta con amigos. No podía llevar a su esposo a que se recuperara en la colchoneta en la que dormían. La plata les alcanzaba para el arriendo y la comida, pare de contar. Pese a eso, estaban mejor acá que en su país.
En Barcelona, estado de Anzoátegui, esta pareja tenía una vida normal antes de la crisis social y económica en la que terminó Venezuela. Ella es administradora de empresas y trabajaba en una que se encargaba de prestarle servicios de ingeniería a PDVSA, la estatal petrolera. Gabriel es comerciante, fabricaba cocinas de mármol y granito. La niña asistía a un buen colegio.