Soreimi Morán respira hondo y resiste el llanto. Está agotada y tiene miedo. Su periplo de 5.000 kilómetros ya lleva una semana, pero sabe que la meta está cerca. Mañana, un traficante de personas cruzará a escondidas a esta venezolana y sus cuatro niños por la zanja que separa a Bolivia de Chile.
“El frío es demasiado”, dice la migrante de 24 años, a cargo de sus dos hijas y dos hermanos menores. Su abuela y tío viajan también con ella.
“Queremos llegar a Chile para darles un futuro mejor a los niños”, asegura, fatigada por los 3.700 metros de altitud, reseñó AFP.
Al menos 20 personas murieron en 2021 intentando lo que harán Soreimi y su familia: cruzar la frontera Pisiga-Colchane, a 460 kilómetros de La Paz y 2.000 de Santiago.
Cinco personas han muerto en ese trayecto en lo que va de año, según autoridades locales, incluyendo un niño y una anciana cuyos cuerpos fueron hallados del lado chileno el fin de semana.
A un paso
“Como ya están a un paso (…), pese a todo lo que les decimos, que también llegan otros que vuelven y les cuentan la realidad que han vivido; pese a eso, ellos quieren arriesgarse”, asegura la monja Elizabeth Ortega.
La hermana Eli, como se hace llamar, administra un alojamiento gratuito para migrantes de paso.
El refugio surgió por iniciativa de las propias monjas al ver “el sufrimiento de los migrantes” y recibe a unas 150 personas al mes.
Más de seis millones de personas dejaron Venezuela en los últimos años, de acuerdo con el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), y más de medio millón está en Chile.
Escapan de la violencia y escasez en su país, a veces a pie, y protagonizan una de las crisis migratorias más graves de la historia.
Pero adonde llegan encuentran en ocasiones discriminación e incluso ataques xenófobos, como en Chile, donde les incendiaron un campamento.
Un estudio de la organización R4V reveló que hasta 600 venezolanos entran a ese país de forma clandestina cada día desde Bolivia y Perú, una cifra que se disparó en los últimos dos años.
Una de las principales entradas es Pisiga-Colchane, pese a estar cerrada desde hace dos años por la pandemia del COVID-19.
La zanja
Soreimi y su familia golpearon la puerta de la hermana Eli sobre las ocho de la noche.
Decidieron esperar al día siguiente para iniciar la caminata que dura de dos a seis horas según la ruta. Así evitarán temperaturas bajo cero y la oscuridad que oculta pozos, inundaciones y ladrones.
Además, está la zanja: una fosa de alrededor de metro y medio de lado que separa los dos países.
La custodian militares chilenos: el gobierno del izquierdista Gabriel Boric, en el poder desde el 11 de marzo, mantuvo el estado de excepción en el norte de Chile para que la policía reciba apoyo militar en el control fronterizo.
Pero esos uniformados no pueden abarcar los 861 kilómetros de frontera y tampoco hay casi efectivos del lado boliviano.
Los traficantes de personas, coyotes o “chamberos” están por doquier y tienen claro por dónde cruzar la zanja sin ser vistos, servicio por el que cobran alrededor de 100 dólares por migrante. Aunque a veces los abandonan en el camino.
También ayudan a cargar a los niños. “Son como equipaje”, dice la hermana Eli, porque no pueden atravesar la ruta caminando.
El cruce
Los más temerarios lo hacen de noche: se adentran en el desierto y sus siluetas se pierden en el horizonte.
Otros prefieren el amanecer o la tarde, como un grupo que espera junto al restaurante del pueblo.
Uno de sus integrantes habla con un tal don Ramiro y acuerdan encontrarse en un punto cercano por donde él los hará cruzar.
“Vamos a pasar ilegales. (…) Vamos hacia Chile porque muchos familiares de nosotros están allá”, asevera Manuel Henríquez, venezolano de 26 años, antes de partir.
La policía boliviana no detiene a nadie, pero la situación les pesa.
“Chile comete muchas violaciones a los derechos humanos de los extranjeros”, advierte un agente boliviano. “Con niños, personas de la tercera edad… Es muy triste”, lamenta.
En febrero, las cancillerías de ambos países -sin lazos diplomáticos desde 1978- acordaron una mesa de trabajo sobre migración, pero aún no hay avances.
Mientras tanto, la familia de Soreimi se acerca al control fronterizo para intentar cruzar legalmente, sin éxito. Resuelven intentarlo mañana, con un coyote.
Por Agencia