viernes, noviembre 22

Chile cumple 50 años del golpe de Estado a Pinochet

En Francia, el golpe de Estado de Pinochet tuvo un profundo impacto, ya que las acciones del gobierno de Salvador Allende fueron seguidas con esperanza o preocupación, dependiendo de la postura política de cada uno, pero siempre con pasión. El golpe fue condenado unánimemente por todas las fuerzas políticas, pero esta condena se expresó en términos muy diferentes, según que la “experiencia chilena” (como se la conoció entonces) suscitara miedo o esperanza.

La derecha en el poder con el Presidente Pompidou denunció inmediatamente el golpe al tiempo que expresaba sus reservas sobre la coalición gubernamental Unidad Popular: “El Presidente Allende había hecho una apuesta insostenible (…); quería respetar las libertades individuales y las libertades parlamentarias, y al mismo tiempo quería hacer una revolución. Allende era un aprendiz de brujo”, declaró un influyente ministro del gobierno, Alain Peyrefitte, resumiendo así el pensamiento de los conservadores franceses sobre la política de la izquierda chilena, reseñó Infobae.

Por otro lado, la muerte de Allende y el aplastamiento de la Unidad Popular habían afectado profundamente a la izquierda francesa. El entonces Primer Secretario del Partido Socialista, François Mitterrand (Presidente de la República de 1981 a 1995) recordaba con emoción su última entrevista con Allende, en noviembre de 1971: “Ese tono serio, esa descripción precisa de los obstáculos que encontró, de las afrentas que recibió, ese sentimiento de soledad frente al bloqueo americano, ese llamamiento apasionado a la comprensión, a la amistad de las democracias, a la solidaridad de los hombres libres, nos impresionaron profundamente».

Estábamos ante el hombre que encarnaba esta experiencia insólita, la Revolución dentro de la ley. Más adelante, hablaremos de lo que podría haber sido en comparación con lo que fue. Haremos un balance de los éxitos y los fracasos. Pero en esta mañana de luto, pienso que si se considera que la riqueza es algo más que oro y prepotencia, el mundo hoy es más pobre”.

Al denunciar el golpe de Estado, todo el mundo reaccionaba a partir de la situación política que vivía Francia en 1973 y que conviene recordar.

Tres de las principales fuerzas de izquierda (el Partido Comunista, mayoritario en ese momento, el Partido Socialista y el Movimiento de los Radicales de Izquierda) habían firmado un año antes un “programa de gobierno conjunto” que había generado en la opinión pública la idea de que la “experiencia chilena”, a pesar de las considerables diferencias de situación económica, social y geopolítica que distinguían a Francia de Chile, podía ser un ejemplo soñado para la izquierda, o un ejemplo de rechazo ideal para la derecha.

Esta última, que lógicamente había criticado las medidas económicas y sociales del gobierno de la Unidad Popular, quiso aprovechar la ocasión para mostrar los peligros que podría entrañar la llegada al poder de la izquierda unida en Francia. La izquierda, por su parte, veía en la tragedia chilena una ilustración de lo que había venido denunciando en sus campañas electorales: los propietarios y los poderes adinerados sólo se atenían al respeto de la legalidad en la medida en que estas normas les permitían perpetuar el poder del que se consideraban los únicos propietarios legítimos.

En otras palabras, el 11 de septiembre de 1973 también fue un acontecimiento importante en la política interior francesa, así como lo fue en otros países europeos. Incluso, fue la visita a París de Isabel Allende, hija del presidente mártir, la que dio lugar a la primera gran reunión de todas las fuerzas de izquierda y de los sindicatos (revolucionarios o reformistas), considerada la primera manifestación del movimiento que conduciría a la victoria electoral de la izquierda en 1981.

Sin embargo, estas reacciones políticas distintas, hasta opuestas, no deben ocultar lo esencial: la condena unánime del golpe de Estado, y la excepcional emoción popular que se apoderó de toda la sociedad, hicieron que las diferencias de sensibilidad política se borraran rápidamente, para dar paso a un enorme movimiento de solidaridad con las víctimas del golpe.

También en este caso, Francia no se distinguió de la mayoría de sus socios europeos. La recepción de refugiados continuó durante años, con el apoyo constante del gobierno francés y de todas las autoridades públicas, así como de iglesias, municipios de todas las tendencias políticas, líderes empresariales que hicieron de la contratación de estos refugiados un gesto de honor, por no mencionar una serie de iniciativas individuales tan inesperadas como conmovedoras.

Así, un archivo aparentemente sin importancia reveló, cuarenta años más tarde, que el propio ministro de Relaciones Exteriores, Michel Jobert, había enviado discretamente a la Embajada de Francia en Chile una suma considerable de dinero, procedente de sus fondos personales, para ayudar a cubrir los gastos iniciales (alimentación, ropa, salud, etc.) antes de que el Ministerio pudiera poner en marcha el circuito financiero necesario para hacer frente a las necesidades de la recepción de los “asilados”, como se les denominaba en la correspondencia diplomática. Estos gastos, evidentemente, no podían haber sido previstos en el presupuesto de la Embajada.

Entre estas iniciativas, cabe recordar el papel de la embajada de Francia en Santiago, como el de muchas otras embajadas, incluida la de Argentina. Los militares chilenos habían cortado las comunicaciones internacionales en ese momento, y el telegrama diplomático que anunciaba el inicio del golpe de Estado, enviado con carácter de urgencia en la mañana del 11 de septiembre, no llegó al ministerio de Relaciones Exteriores francés hasta la tarde del día 14.

Por lo tanto, fue decisión exclusiva de los diplomáticos en el lugar, sin contacto con su país, recibir a los militantes chilenos o extranjeros que huían de una represión cuyo salvajismo nadie había imaginado aún. Estando entonces en Francia, el Embajador Pierre de Menthon regresó en el primer avión, en cuanto se restableció el tráfico aéreo, justo a tiempo para asistir al funeral de Pablo Neruda, que fue, en cierto modo, la manifestación final de la Unidad Popular. Pierre de Menthon tenía instrucciones verbales del Presidente Pompidou: “Hacer todo lo posible en el plano humanitario”.

Y así fue. La Cancillería y la Residencia de Francia sirvieron de refugio durante meses. Se calcula que unas 800 personas se salvaron así de una muerte probable y, a menudo, atroz: los militantes que consiguieron atravesar el muro perimetral, o las personas enviadas por numerosos sacerdotes de los poblados y transportadas discretamente en los coches de los diplomáticos de la Embajada, contarían más tarde cómo vivieron este refugio con la impresión de ser tratados como huéspedes por el Embajador y su esposa. Para estos asilados, esto duró semanas, e incluso meses, antes de recibir los salvoconductos negociados con la Junta y ser transportados en micros escolares del Liceo francés hasta el avión de Air France para un exilio cuya duración jamás imaginaron, en un país del que, muchas veces, no sabían nada.

El 11 de septiembre de 1973 fue tan traumático para la opinión pública francesa que ningún gobierno francés cambió esta línea hasta el final del régimen militar, en 1990 – ya fuera bajo presidentes de derecha (Pompidou hasta 1974, Giscard d’Estaing de 1974 a 1981) o de izquierda (Mitterrand, a partir de 1981).

No faltaron actos públicos: Valéry Giscard d’Estaing fue uno de los responsables de la humillación pública que sufrió Pinochet quien, habiendo venido a Madrid para el funeral de Franco, se vio obligado a abandonar España a escondidas sin poder asistir a la coronación de Juan Carlos; más tarde, bajo François Mitterrand, el ministro de Relaciones Exteriores Claude Cheysson calificó el régimen de Pinochet en la Asamblea Nacional de “calamidad para su pueblo”, y esta expresión muy poco diplomática no suscitó ninguna reticencia entre los políticos franceses, ya que reflejaba el sentimiento profundo de la opinión pública francesa. En 1991, el Primer ministro Michel Rocard fue el principal político extranjero que asistió al funeral de Estado de Salvador Allende.

 

Por Agencia