Conocida como «Madre Coraje» por acoger en su casa a migrantes venezolanos desde 2017, la ecuatoriana Carmen Carcelén sigue ofreciendo cobijo a los desplazados, 50.000 de los cuales ya han pasado por su humilde vivienda: unos al ir en busca de mejores condiciones de vida y otros en su viaje de regreso a su país.
Vendedora de frutas y legumbres en un mercado en la ciudad colombiana de Ipiales, Carcelén comenzó su andadura con los venezolanos en 2017, cuando encontró a once migrantes caminando por la carretera y los llevó en su camión hasta su casa, en la población del Juncal, de unos 2.500 habitantes y afectada por la pobreza, reseñó EFE.
La mayoría de sus huéspedes permanecía entre dos y tres días en su hogar, comían, se aseaban y seguían su recorrido, pero otros llegaron a vivir con ella hasta tres años, mientras unos más rentaban habitaciones cercanas, pero acudían a su casa por comida.
«Pero al pasar los años, las personas ya venían con más prisa: se quedaban en la tarde, se bañaban, descansaban, merendaban y al otro día, después del desayuno, continuaban», contó Carcelén al recordar que «la mayoría en ese entonces (2019) iba a Perú».
Cuidar de otros no es nuevo para esta mujer que, a los 10 años, se vio en la calle porque su padre alcohólico la echó de casa.
Madre biológica de seis hijos, Carcelén, de 53 años, crió también a dos sobrinos en el Juncal, donde tiene una casa de cuatro habitaciones, cocina, sala, comedor, terraza y un patio, que se convirtió en un verdadero refugio para los migrantes.
La rebeldía durante la COVID-19
La pandemia de la covid-19 golpeó por partida doble a los migrantes «porque prácticamente eran los leprosos de nuestro país porque la gente les perseguían, les maltrataban y no les dejaban quedarse en los pueblos», dijo Carcelén, costurera de profesión.
«Ellos se escondían debajo del puente, se iban al río. Ese fue un tiempo muy duro porque no me permitían que estuvieran en mi casa, así que lo que hacíamos era cocinar, irles a buscar por el puente, el río, el monte, en el camino y darles comida», relató.
No estuvo sola en ese cometido, le apoyaron otros venezolanos y recibió donaciones de ecuatorianos, como los de la comunidad «Montaña de Luz», un cercano Hogar de Ecoespiritualidad, en la provincia de Imbabura (norte), que les donó dinero así como hortalizas, legumbres y frutas de sus huertas orgánicas.
Recuerda que muchas organizaciones le pidieron cerrar las puertas de su casa para evitar contagios.
«Fui una persona desobediente: sí utilicé mascarillas, cloro, amoníaco, desinfectantes, pero nunca dejé de abrazar, de estar con esos niños, nunca dejé de buscarles por la comida, dándoles ropita y eso. Sí me lancé como al vacío (…) pero siempre dije que si me muero, me moría haciendo cosas bonitas», añadió.
Recordó que en un momento hubo persecución a los venezolanos en el pueblo, pero luego pudieron albergar en la Iglesia a 27 personas, 13 de ellos niños, y una mujer embarazada, a quien se le adelantó el parto mientras viajaba con una niña de un año y cuatro meses. La pequeña vivió con Carcelén los tres meses en que la madre y el bebé estuvieron bajo cuidado médico en una casa de salud.
Víctimas colaterales de un paro
Los migrantes venezolanos fueron víctimas colaterales de unas protestas sociales que duraron once días en octubre de 2019, pues no podían circular ya que los manifestantes cerraron las vías.
Recuerda con nostalgia a dos ancianos venezolanos que llegaron con lo puesto tras ser abandonados en Cúcuta (Colombia) por los «asesores» a los que habían pagado para que los trasladaran a Quito, donde estaban sus hijos.
«Ellos venían caminando con un grupo de jóvenes. Llegaron hasta el puente del Juncal y un niño de ocho años les llevó de la mano» hasta la casa de Carcelén, donde se quedaron 15 días.
Mujer alegre, recia y de voz potente, Carcelén recuerda que en un momento de gran afluencia, los migrantes durmieron en las habitaciones, en la terraza, en la sala, en el patio y en su camión.
«No sé, no he encontrado en todos estos años una respuesta», contesta cuando se le pregunta cómo financió toda la ayuda: «Lo que sé es que cuando más gente llegaba, más personas tomaban la decisión de llegar a mi casa con comida. Me mandaron hasta de Guayaquil comida, medicina, leche, agua…».
Ahora cuenta por miles a sus «hijos», que le mandan mensajes desde Perú, Chile, EEUU, Canadá, Quito: «Tengo una gran familia».
«Mami», ««madre», «abuelita», le llaman los migrantes por su labor desinteresada, que quedó plasmada en el documental «Carmela y los caminantes», que ya ganó premios en Chile, México y Ámsterdam, con el relato de una solidaridad sin límites.
Por Agencia