martes, julio 2

Cadáveres y fosas comunes en una aldea masacrada por los rebeldes en RDC

Escondido en los baños exteriores de una iglesia, rezando para no ser hallado, Michel fue testigo directo de la masacre de los rebeldes del M23 en la aldea de Kishishe, en el este de la República Democrática del Congo.

«Les dijeron que se sentaran alrededor de un agujero y empezaron a dispararlos«, recuerda este hombre, identificado con un nombre falso, sobre la matanza ocurrida el 29 de noviembre en su iglesia adventista.

Ese día, en esta aldea con unos miles de habitantes perdida en las colinas de la región de Kivu del Norte, más de 170 civiles fueron asesinados por el Movimiento del 23 de Marzo (M23), según la ONU.

Esa mañana, los rebeldes descendieron a esta localidad que habían capturado una semana antes después de combates contra el ejército congoleño y milicias locales.

Las balas crepitan. Las milicias locales atacan la columna de rebeldes y corren a esconderse en los inmuebles. La masacre está a punto de empezar.

Desde hace un año, los combatientes del M23, mayoritariamente tutsi, progresan en el territorio congoleño, tomando el control de importantes carreteras, aglomeraciones y puestos fronterizos.

La captura de Kishishe se inscribió en un combate contra las Fuerzas Democráticas de Liberación de Ruanda (FDLR), un grupo armado mayoritariamente hutu fundado por antiguos responsables del genocidio en el país vecino y exiliados en RD Congo.

Estos habían instalado desde hace años uno de sus bastiones en la cercanía inmediata de la aldea.

Tres días después de la partida de Kishishe del M23, que abandonó en las últimas semanas varias de sus posiciones, un equipo de la AFP pudo acudir a esta localidad e interrogar a los testigos.

Caza al hombre

Ese 29 de noviembre, las tropas del M23 emprenden una caza al hombre. Rebuscan en las casas y abaten a todos los hombres que encuentran. Ni las fuerzas de seguridad congoleñas ni los Cascos Azules de la ONU intervienen.

«Empezaron a matar en todas direcciones«, explica Michel, con las manos juntas, junto a una de las fosas comunes cavadas en una plantación bananera, a dos pasos de la iglesia donde se refugiaron decenas de personas.

«Decían que todos los hombres que había aquí tenían que desaparecer de la Tierra«, continúa.

El agricultor de 40 años recuerda la muerte de sus vecinos. «Incluso el pastor y su hijo, los mataron«, se emociona Michel, que considera como un amigo al padre Jemusi.

«Allí, hay otros cadáveres«, exclama un habitante.

En la cima de una colina se ve todavía una posición fortificada del M23. Entre las trincheras cavadas por los rebeldes y sus puestos de vigilancia se observan todavía casquillos de bala en el suelo.

Cien metros más allá, entre plantas de yuca, aparecen dos fosas que parecen cavadas recientemente. «Hay cuatro personas enterradas aquí«, cuenta un agricultor.

Olor de muerte

A cierta distancia, en el borde de un camino, aparecen un primer cuerpo en descomposición. Luego viene otro, y después otros dos. «Estos son maimai», guerrilleros de las milicias locales, asegura un habitante cubriéndose la nariz.

Estas muertes no son de noviembre. Parecen haber sido asesinados hace algunas semanas.

El hombre vomita ante el olor insoportable de la carne putrefacta. Un pequeño grupo de mujeres y niños pasa por el lado, sin mirar. Vuelven de una jornada en el campo.

Fabrice (también un nombre ficticio) asegura haber presenciado «con seguridad» la muerte de 33 personas a las que tuvo que enterrar forzado por el M23.

Algunos cadáveres eran de allegados suyos. También habla de una casa donde «apilaron troncos de árboles sobre las personas a las que habían matado». «Vertieron combustible y les prendieron fuego», explica.

La ONU evocó al menos 171 muertos. Una persona distinguida de la aldea recopiló del 22 al 29 de noviembre 120 muertos, cuyos nombres apuntó en una lista manuscrita de tres páginas que saca de un escondrijo.

«Los maimai llevaban ropa civil por encima de los trajes militares, por eso ellos (el M23) empezó a entrar en cada casa», explica este hombre bajo anonimato.

«Si encontraban un chico de 14 años ya cumplidos o un hombre, los mataban, incluso si no llevaban armas. Es así como mataron a la gente en Kishishe«, exclama.

Burlar el miedo

Otra lista circuló por dentro de la aldea con solo 18 víctimas. Un testigo cuenta que fue escrita en presencia del M23 durante la visita en diciembre de tres personas llegadas de Ruanda y presentadas como periodistas.

Las conclusiones de esta «investigación» fueron difundidas posteriormente por medios cercanos a las autoridades de Ruanda.

Expertos de Naciones Unidas, la Unión Europea y Estados Unidos reprocharon a Kigali su apoyo a la rebelión, el suministro de armas y municiones y la presencia de tropas ruandesas en suelo congoleño.

En una de las escuelas usadas como base del M23, una decena de niños juegan en medio de los restos de aulas incendiadas y envoltorios de proyectiles de morteros. Las clases terminaron el 22 de noviembre, cuando la aldea fue tomada.

Desde la marcha de los rebeldes, la vida vuelve a las calles de Kishishe, pero las heridas siguen abiertas.

Ni el ejército congoleño ni la fuerza regional esteafricana desplegada en la región ni los Cascos Azules acudieron a proteger a los habitantes o a ocupar el vacío dejado por los rebeldes, ahora posicionados a una veintena de kilómetros al sureste de la aldea.

Abandonados, los habitantes de Kishishe intentan retomar el curso de sus vidas y burlar el miedo de un posible regreso del M23.

Por: Agencia