Comienza a atronar el pulso elegante y bien decidido de una batería. En el escenario está Charlie Watts: siempre serio, sonriendo sólo cuando corresponde, concentrado y disciplinado ejecutando su rol.
La imagen se ha sucedido en los últimos 58 años de The Rolling Stones, pero esta vez no. Es una suerte de espejismo. Un fantasma que recorre la escena. Es el homenaje a pantalla gigante con que anoche los británicos reanudaron su gira No filter tour, en San Luis (Misuri), por primera vez sin el baterista a sus espaldas, luego de su fallecimiento el pasado 24 de agosto.
Eso sí, esta vez estuvo presente en el prólogo del espectáculo, a través de imágenes que lo mostraban en todas sus facetas, en todas las eras de ese largo ciclo evolutivo Stone que parecía no iba a terminar jamás: de joven, en blanco y negro, en la vorágine de fans de los 60, acercándose al blues y al tono narcótico de un decenio más tarde, la adultez de los tiempos más recientes, la relación y el balance con Mick Jagger y Keith Richards, ahí donde él operaba como centro de gravedad para los excesos y el histrionismo del resto.
Las 40 mil personas al The Dome lo sintieron de esa forma y le regalaron un cerrado aplauso, emotivo y respetuoso. Por lo demás, también funcionó como arenga ante cierta incertidumbre, ante un acertijo para una agrupación poco acostumbrada a los giros drásticos en el libreto: ¿cómo iban a funcionar ahora sin uno de sus miembros esenciales?
Como guerreros, los ingleses -según consignan las primeras reseñas- quisieron dejar las cosas claras desde un comienzo y abrieron con el clásico Street Fighting Man, de 1968, con ese riff que parte amenazador, como si se tratara de una marcha popular dispuesta a asediar la ciudad, mientras la batería acompaña machacante esa furía volcánica que parece inmanejable. Todo, por supuesto, inspirado en las cientos de manifestaciones que hubo esa temporada alrededor del mundo.
Esta vez la agitación suena más personal y menos colectiva: los Stones aguantan su propio estallido con el reemplazo de Steve Jordan en batería, colaborador desde los 80, quien se calza el traje de Watts. Incluso, estaba anunciado como parte de este periplo antes que el percusionista muriera.
Para más simbolismos, para recalcar aún más su propia historia, para subrayar que esto sigue pese a las heridas, otro himno que no da lugar a segundas lecturas: It’s only rock and roll (but I like it), tras el cual Jagger aplica freno de mano y lanza sus primeras palabras en honor al compañero que se fue.
“Es fantástico estar de vuelta, pero también es muy emotivo ver a uno de nuestros viejos amigos en pantalla. Vamos a echarlo mucho de menos, en el escenario y fuera de él”. Después, un gesto que habló más que cualquier frase: Richard y Jaggers -amigos, enemigos, rivales, compinches, sobrevivientes de un buque que nunca ha estado en peligro de hundirse- se toman de la mano en señal de fraternidad eterna, para luego despachar Tumbling dice.
Llegaron después una estupenda versión del clásico sesentero Under my thumb, el debut en una gira de otra de sus orígenes, 19th nervous breakdown, y luego, por votación popular, Wild horses. El libreto más tarde fluyó con You can’t always get what you want, para luego dar paso a un debut en vivo: el single Living in a ghost town, estrenado durante la pandemia. La energía volvió a mostrarse a tope con Start me up y Honky tonk women.
También hubo menciones a Jordan -siempre cumpliendo tras las baquetas- y a Chuck Berry, uno de los iconos de San Luis. En la recta final, sin respiros, Paint it black, Sympathy for the Devil y Jumpin’ jack flash, para dejar en el bis a Gimme shelter y, cómo no, (I can’t get no) Satisfaction.
19 temas y casi dos horas de concierto que debían terminar de la única forma posible, cerrando el círculo de la velada: con una foto de Watts en las pantallas, fundiéndose con un mensaje que advertía “nos vemos pronto”.
Los Stones están damnificados. Pero nuevamente le han doblegado la mano al infortunio y la tragedia.