viernes, noviembre 22

Amos Smith: Cada uno con su trauma

Era un jueves santo. Yo tenía unos diez años de edad y desde el techo de asbesto ondulado de mi casa, tal vez emulaba la infancia de algún Putin en guerras imaginarias con soldados tanques y aviones de plástico. El hogar de mi infancia estaba en una esquina. En medio de mi conflicto bélico, tenía el poder absoluto de decidir quiénes de mis tropas de plástico eran los buenos y los malos. Los desaguaderos eran en mi imaginación, ríos caudalosos de brea seca, que en tiempos de lluvia conducían el agua en cuatro canaletes a un patio a cielo abierto, sostenidas por columnas de cemento.

Recuerdo ese sol inclemente modo verano paraguanero y la voz siempre reposada de mi mamá en todas sus circunstancias.

“Muchacho loco. Tú lo que te estás buscando es un tabardillo jugando en el techo”.

En un momento hice un alto al fuego y me distraje con el sonido de un martillo a un ring en una cauchera diagonal a mi casa, que interrumpía la impresionante soledad y silencio de mi calle en plena semana santa.

Conocía al cauchero. Un hombre moreno, flaco y de fino bigote. Algunas veces le entregué refrescos ayudando a mi papá en su bodeguita, que funcionaba precisamente en la esquina de mi casa. La bodega El firmamento de la calle progreso.

Desde la esquina del techo podía ver las manchas dominantes de grasa en su pantalón khaki y en su holgada franela de pasado blanquecino.

Lo que sucedió rápidamente a continuación lo recordaría para siempre en cámara lenta.

Un señor regordete con camisa de rayas roja, se le acerca sigilosamente al cauchero. El sol de las cuatro de la tarde pone al descubierto el brillo de la hoja de metal de un cuchillo de cocina que hunde y retira con una furia inusitada de la espalda del cauchero, que suelta el martillo y se acerca trastabillante al medio de la calle. Se volteo lentamente hacia su agresor y este repite su acción dos veces en el pecho de la víctima. El hombre cae y agoniza en medio de una cruz de asfalto. Surge de la nada otro hombre con una barriga innegable de PTJ, que con una pistola en mano le quita el cuchillo al hombre que pasa de un rostro lleno de desprecio a un llanto desconsolado. El hombre cae de rodillas frente al cuerpo del cauchero que sangra a borbotones por su pecho y se ahoga en su impotencia. En segundos se queda totalmente inmóvil. La calle se llena de gente.

Después nos enteraríamos por la radio que el señor regordete era el cuñado del cauchero y lo mató en defensa de su hermana por haberle caído a golpes esa mañana.

Recuerdo aparte y también inolvidable de, a mis tres años haber ingerido el contenido de una hermosa botellita de colores de salsa Tabasco que me llevó a detestar el picante el resto de mi vida, cada quién, de alguna manera, carga sus traumas encima.

Hoy sigo viviendo y resistiendo en un país con el gran trauma colectivo que sembró el odio y el resentimiento. Hay heridas muy grandes que sanar.

Espero que podamos empezar a lograrlo algún día. Ojalá sea mucho más temprano de lo que cree el pesimismo.

Por cierto que desde entonces nunca más jugué con soldaditos de plástico.

Por: Amos Smith