El mensaje del encabezado viene de uno de los maestros sencillos y simples de nuestra niñez. Los recuerdos constantes son de Marco Tulio Ramírez Roa.
Sus clases en el seminario de San Cristóbal, que entonces despertaba de un letargo entre los avances del Vaticano Segundo, las posturas, que para algunos parecían irreverentes de los teólogos de la liberación y las vivencias cercanas de sacerdotes conocidos que colgaban los hábitos para seguir la vida de seglares comunes y corrientes. Se hacían buenos padres de familia, esposos normales y trabajadores formales.
Todo aquello para nosotros, niños casi adolescentes de la primera mitad de los años sesenta, era un remolino en nuestras mentes que nos influía de manera diferente. Nos sacaba de la zona de confort, de la tranquilidad del rezo diario del repetido rosario, de los viacrucis y las misas.
Fue el mismo rector del Seminario, Marco Tulio, capitán y capellán de una Batería de Artillería en San Cristóbal, quien trajo para presentar la campaña de ingreso a la entonces Escuela Militar, a un coronel zuliano de apellido Chumaceiro.
Muy formal, aquel oficial presentó la opción de ingreso a los estudiantes de filosofía del Seminario. La confusión de aquella propuesta, que parecía un contrabando del propio rector, la explicó al presentar a aquel coronel: “Muchos de ustedes, la mayoría, no van a ser sacerdotes. Pero estaríamos muy bien pagados si llegan a ser buenos cristianos y buenos ciudadanos. Por eso les traemos esta posibilidad de la vida militar, para que la evalúen».
Así como esa propuesta de forma de vida, fueron las enseñanzas de aquel hombre de Dios. Su clase de «Teología del sacerdocio», fue una cátedra permanente de la vida diaria.
Desde las enseñanzas de como meterse a la regadera, pie primero, piernas y manos, brazos, por partes para evitar un shock y un problema con el corazón, (creo que su muerte fue por un evento cardíaco), hasta la forma de tender la cama o cuidar la higiene personal.
Esos recuerdos son constantes y marcan la vida de cada uno. La autenticidad fue norma para de aquel maestro ejemplar.
Estimé como consecuencia en su comprensión de los seres humanos, su captación y conducta, como obispo de Cabimas, del fenómeno un tanto sincretista, a mi entender, del culto a San Benito. Nunca dejó, mientras lo conocimos, de ser humano y comprensivo.
Otra frase permanente que nos repetía en sus clases, era «debemos amar profundamente a los hombres (humanos), pero rechazar con toda nuestra fuerza sus errores». Está enseñanza si es importante.
Dividirnos en buenos y malos es sin duda una manipulación y un error perverso muy grande. Todos tenemos la posibilidad y el albedrío para la virtud y el vicio. Entre Dios y el diablo, cantaba Facundo Cabral
Tenemos en nuestros corazones, en nuestras mentes la posibilidad de la honestidad sincera y el engaño con la postura. Una gran cruzada por la decencia nos incluye obligatoriamente a todos los venezolanos.
No es privilegio de un grupo la ética ni la honestidad Es más bien un paradigma que estamos obligados todos para un gran esfuerzo verdadero, sin engañarnos a nosotros mismos para la vida modesta. Para el respeto a lo público, para sentir el dolor de los que no tienen cuando tomamos lo que es de todos. La cruzada por la decencia empieza en nuestros corazones. En nuestros espíritus.
Las leyes, las formas, son susceptibles de ser violadas, especialmente cuando tenemos la fuerza, el poder. Lo que no podemos violar, sin riesgo de perdernos, de degradarnos como seres humanos, alma, espíritu, es nuestra consciencia.
Por lo anterior es que el viejo reglamento de castigos disciplinarios, aprendido en nuestra juventud en la Escuela Militar, el número 6 de la Fuerza Armada, era tan claro: “La unidad mejor conceptuada no será seguramente aquella en que se haga uso excesivo de castigos, sino aquella en que se logren sólidos resultados materiales y espirituales, sin recurrir sino excepcionalmente a los castigos disciplinarios».
La gente nos ve, a quienes tenemos responsabilidades públicas, nos juzga. Estamos obligados a ser más que parecer. El pueblo sabe lo que somos y ve lo que queremos parecer.
El odio de los opositores que nos llaman ladrones, esconde casi siempre la envidia de tomar libremente lo que creen les pertenece para la rapiña. Es decir, que su motivación, más que la vida en decoro para todos, objetivo de la función pública, se reduce en odio y descalificación porque «no soy yo quien roba», la batalla entonces para estas personas es por una causa obscena, solo quieren tener la oportunidad para robar.
Duro entonces el trabajo de este momento. Moralizar castigando y aplicar el contenido del reglamento de castigos disciplinarios. Dando de por sí mismos claros ejemplos.
Dios ayude nuestra patria y nuestras conciencias para empujarnos juntos hacia la virtud, la ética, la honestidad, urgente y sin mascaras. Revisándonos primero cada uno de nosotros.
Por: Francisco J. Arias Cárdenas